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ANÁLISIS VIDEOJUEGOS

Bioshock Infinite

El esperadísimo Bioshock Infinite ha llegado con un único propósito: definirse como el mejor guión escrito para un videojuego desde que se inventó el ocio electrónico. Nos quitamos el sombrero ante la pluma de Ken Levine.

Bioshock Infinite 2

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Es difícil hablar de Bioshock sin ponerse triste o emotivo. Porque es un juego que llama a sentimientos muy profundos, que perturban al jugador con argumentos y complejos sentimientos. En otros tantos momentos, también llama a la nostalgia con un diseño de sonido impecable coronado con una triste a la par que tétrica y fantasmagórica banda sonora. Nostalgia, que nos invade curiosamente, cuando el juego trata de cosas que nadie que se ponga a jugar con él vaya a conocer de primera persona. Épocas pasadas, un modo diferente de entender la sociedad, diferentes estilos musicales, diferente acercamiento a la religión, a la lucha política y social…

Cuando el juego comienza, cuando vemos por primera vez la ciudad de Columbia sabemos que no nos esperan muchas alegrías. Frente a nuestros ojos va a suceder sin lugar a dudas una tragedia de proporciones cuánticas. Y nos vamos a dejar llevar por ella porque nos sentimos cómodos con dos aspectos muy importantes: el mundo que nos rodea y los personajes que la pueblan. En ambos casos, nos moveremos entre la luz y la sombra. Columbia tiene vecinos y barrios preciosos, encantadores... Pero esconde también amargura. Por un lado está el baño de luz, su cercanía al cielo. Pero si escarbas un poco todo es podredumbre, mentiras, máscaras y espejismos.

Ese es el mayor logro de este juego, secuela indirecta, spin off o epicentro de un universo que comenzó hace más de cinco años bajo el océano en la misteriosa Rapture.

Aquel juego, el Bioshock original, tenía muchos aciertos: una ambientación de lujo, unos escenarios aterradoramente bellos y unos secundarios espectaculares.

Pero también tenía su parte no tan amable: todo el mundo era despreciable, aterrador, negativo. Lo más cercano que podías sentir hacia alguno de sus habitantes era esa mezcla de ternura y miedo que evocaban los tándems Big Daddy y Little Sister.

El hecho de que ni tú mismo parecieses ser realmente parte de la historia no hacía que el juego fuese mejor. De hecho, y pese a lo poderoso de todo lo demás, al morir Andrew Ryan, creador de la ciudad y auténtico imán que mantenía todo pegado, el juego bajaba hasta encontrarse con un final demasiado rápido para tanta historia.

Ken Levine, la mente pensante de este nuevo Bioshock y de aquel original ha querido enmendar el asunto. Para ello, ha vuelto a jugar a lo ambiguo: el nuevo mundo no es fantasmagórico en principio, se convierte en ello delante de nuestros ojos. Hay personajes más empáticos, sabes quién eres y, al menos, lo que crees que haces en Columbia. Y está Elizabeth, la bella y frágil Elizabeth, dotada del don de abrir desgarros cuánticos, de traspasar portales hacia otras dimensiones… esa joven heredera de Columbia, una dulce chica que sueña con ir a París y que lleva un elegante dedal para ocultar que en algún momento le amputaron un meñique...

Gracias a ella nos entendemos a nosotros mismos en todo momento. Sabemos quién somos, qué hacemos, qué buscamos. Están también los hermanos Letuce, el punto de humor y misterio más interesante visto en un videojuego recientemente. Con sus juegos de semántica cuántica y sus siempre cómicas apariciones. Y está Comstock, el gran villano, un hombre poderoso, el representante de la intolerancia y de la falsa santidad. No es Andrew Ryan, el gran villano de la serie, pero cerca le anda.

En el viaje, aunque seamos partícipes, con un mando en la mano, nos sentimos como espectadores de una bellísima película

Todos ellos se entretejen para generar una historia que, si bien es compleja por la enorme cantidad de cabos que mantiene abiertos, acaba resultando una obra maestra de cerrar hilos abiertos. Un material con el que hubiese soñado trabajar el J.J. Abrams de turno para hacer el Lost del momento. El guión es perfecto, no tiene pegas. Todo lo que se abre, se cierra. Todo lo que tiene una pregunta, recibe respuesta. Y en el viaje, aunque seamos partícipes, con un mando en la mano, nos sentimos como espectadores de una bellísima película.

Pero todo lo bueno, tiene su parte mala. No es una película. Ese es el principal problema del juego. Y no porque la experiencia, como juego, sea negativa. Se trata de un shooter en primera persona. Dentro de su género, no es el mejor, si nos referimos únicamente a la mecánica. Tampoco es el peor, hay que decirlo. Pero se mueve por nos estándares de calidad jugable que no están a la altura del resto del paquete.

Si comparamos, únicamente, con la primera entrega del juego, nos encontramos con un pequeño detalle: el primer Bioshock se movía más cómodo por su género. En él encontrábamos más disposición de armas, más combinación de poderes con fuego real. También, la guía que marcaba el camino era más sutil y daba pie a perdernos. Aquí todos es guiado,, sólo podemos tener dos armas y puedes pasar sin usar los vigorizantes todo el juego, porque no son realmente importantes. En el primer juego también se podían realizar mejoras sustanciales de las armas, dedicarnos a hackear elementos del juego para ayudarnos. Aquí, como hay guerra, las cosas son más directas. Podemos jugar a lo loco o dedicarnos un poco a estudiar el terreno para localizar la forma de enfrentarnos a todo enemigo de la forma más rápida y útil. Y es que, en muchos casos encontraremos una serie de elementos en pantalla de los que podemos valernos (autómatas desconectados, muros de contención, cajas llenas de ítems, ganchos para colgarnos para dar el golpe de gracia) que nuestra compañera Elizabeth tendrá que rescatar de otra dimensión para que estén del todo presentes.

Esta es la parte más estratégica del juego. Algo que, tampoco es que influya mucho en el resultado final. Pero no vamos a ser nosotros los que pongamos pegas a las innovaciones. Con o sin ayudas dimensionales, el juego es en todo momento trepidante. Es como un parque de atracciones vertiginoso en el que pocas veces estarás quieto esperando a que te ataquen. El estilo de Booker es más el de ir con el pecho descubierto y una recortada a encontrarte cara a cara con el enemigo. La mecánica se acaba aquí. Ni hay pérdidas, ni la ciudad es abierta. Es todo una carrera, con cientos de enemigos que corren a por ti armados hasta los dientes.

Lo importante es que en esa carrera loca y enfermiza nos vemos rodeados de historias: la de la lucha entre Comostock y Fitzroy; la del pasado de Elizabeth; nuestra propia historia. El argumento nos envuelve y queremos saber más. Y como el paso de un renglón a otro de guión es tan rápido, todo se desenvuelve de una forma fluida. No nos morimos de ganas por acabar el tiroteo para que haya una animación. De hecho, nunca hay una animación... Nunca hay una película... Sólo hay historia.... Y tiros, pero eso es secundario.

Y, cuando llegas al final, cuando acaba la lucha, cuando ves que todo encaja de una forma perfecta en tu cabeza, el juego pasa a quedarse para siempre en tu cabeza.

El que estas palabras suscribe ha terminado más juegos en su vida de los que puede llegar a recordar... En contadas ocasiones, el final o la historia se ha quedado grabada de una forma realmente imperecedera en ese lugar cerca del corazón donde quedan todas las cosas buenas. Recuerdo con pena la muerte de Lola en Grim Fandango, el final de Full Throttle, el de Metal Gear Solid 3 y, sobre todo, el de Red Dead Redemption... Y, junto a Ben de los Polecats (y la resignación de Maureen, la chica que huele a asfalto y problemas), el amor no correspondido por Manny Calavera, la furia contenida del nuevo Big Boss o la amargura con sed de sangre de  John Marston Jr. siempre quedará el bautizo que supone haber acabado esta maravilla. Por cierto, una maravilla completamente rejugable y, no sólo eso, que nos obliga a rejugar al menos el primer juego... Porque, Ken Levine, que Andrew Ryan siempre mantenga fresca su mente, lleva años pensando en cómo dejarnos con la boca abierta.

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